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dispuesto a cerrarle el paso. Llegó a la torre sin advertir la menor señal de vida,
natural o sobrenatural, entre los árboles y arbustos.
En aquel momento las nubes se abrieron, dejando ver la luna. Bajo sus
rayos brillantes, Conan advirtió que el color amarillento de la torre se debía a la
innumerable cantidad de monedas de oro que había incrustadas en el revoque
del edificio. El cimmerio examinó las que se hallaban a la altura de sus ojos y
pudo comprobar que ninguna le resultaba conocida. Todas parecían muy
antiguas, al extremo de que algunas tenían borrado el cuño y habían quedado
reducidas tan sólo a un disco liso.
Conan sabía que el oro era un valioso auxiliar en las artes mágicas, sobre
todo bajo la forma de monedas de reinos antiguos. Allí, se dijo el cimmerio,
había monedas de imperios desaparecidos en la noche de los tiempos, cuando
sacerdotes y hechiceros dominaban por medio del terror, y arrastraban a las
vírgenes a oscuras criptas en las que se celebraban ritos atroces, o
decapitaban a cientos de prisioneros en las plazas públicas, donde se
formaban arroyos de sangre que iban a parar a las alcantarillas.
El bárbaro se estremeció al pensar que muchas de aquellas leyendas
malignas se concentraban allí. A pesar de todo, cuando llegó a la puerta trató
de abrirla.
La pesada jamba de hierro cedió hacia dentro sin hacer ningún ruido. Conan
entró, espada en mano, con los sentidos alerta como los de un tigre en busca
de su presa. En la tenue penumbra que reinaba en el interior divisó dos
escaleras; una subía en espiral, en tanto que la otra se perdía bajo tierra, en la
oscuridad.
El fino olfato del cimmerio apreció un olor extraño que llegaba desde la
escalera descendente, y sospechó que aquel olor, que recordaba al almizcle,
procedía del laberinto de túneles y criptas que había bajo la torre. El cimmerio
entrecerró los ojos. Recordó olores similares de las catacumbas encantadas de
la ciudad muerta de Pteion, en Estigia, donde temibles sombras vagaban por
las noches. Movió la cabeza como un león que sacude su melena. De repente
se estremeció al escuchar una misteriosa voz, que dijo con profundos y
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estridentes tonos:
 ¡Bienvenido, Conan! Sube las escaleras que llevan hacia arriba y sigue la
luz.
Conan miró a su alrededor, pero no pudo descubrir de dónde provenía la
voz. Parecía llegar de todas partes, resonando como el eco de un batintín en
las paredes de un templo. Una bola brillante apareció exactamente delante del
cimmerio, que, por instinto, dio un paso hacia atrás. La bola flotó en el aire con
gran resplandor, sin que nada pareciera sostenerla. Gracias a su luz, el
cimmerio pudo ver que se encontraba en una sala adornada con tapices
antiguos de extraños diseños. Había una pared cubierta con estanterías, en las
que se veían recipientes de piedra, plata, oro y jade de las más extrañas
formas. Algunos tenían gemas incrustadas, en tanto que otros eran lisos, pero
todos aparecían mezclados como en la mayor de las confusiones.
La esfera brillante se movió poco a poco hacia la escalera que llevaba a la
parte superior de la torre. Conan la siguió sin vacilar. Nunca se conocía bien la
mente de un hechicero, pero Pelias había dado pruebas de estar bien
dispuesto para con el cimmerio.
Ni un crujido resonó en los escalones cuando Conan subió, espada en
mano, aunque con mayor tranquilidad que al principio. La escalera terminaba
en un rellano, donde tuvo que detenerse ante una cerrada puerta revestida de
cobre. En el metal aparecían grabados unos signos extraños en forma de
volutas. Conan reconoció algunos de los signos por haberlos visto en alguno de
sus numerosos viajes. Eran símbolos mágicos que habían empleado pueblos
antiquísimos. El bárbaro frunció el ceño, preocupado. Entonces la puerta se
abrió en silencio, y la bola luminosa se apagó.
Ya no necesitaba la luz de la esfera. La habitación en la que entró Conan era
amplia y estaba bien iluminada. Los muebles y los tapices eran una muestra de
los trabajos más lujosos de diversos países. Numerosas antorchas ardían
sujetas de las paredes, en tanto que el suelo estaba revestido de suaves
alfombras.
En el centro de la sala se veía un enorme diván cubierto de cojines. En él
yacía Pelias, un hombre alto, delgado, de pelo entrecano y ropas de sabio. [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]
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